A Dios pongo por testigo de que nunca más volveré a pasar hambre!", clama Scarlet O'Hara en Lo que el viento se llevó (1939). Es una de las frases más famosas del cine: Vivien Leight recurre al gran tótem, Dios, para conjurar el mayor mal, el hambre.
Eran y son palabras mayores en el siglo XIX, época en la que transcurre la película, pero también en 1939, cuando se llevó a la pantalla, y hoy mismo. Todo el mundo las entiende inmediatamente y se identifica con el drama que describen. El cine es un medio infalible para transmitir lo que mueve a los humanos. Y ahí está Dios, gran testigo invisible.
Los anglosajones -Obama lo ha subrayado una vez más- se saludan con un "God bless you", que equivale al "Que Dios te bendiga", tan común en España hace no tantos años. Aquí aún utilizamos "¡Dios mío!" para mostrar asombro, espanto o lo que altera rutinas cotidianas. No es la única advocación a Dios y su entorno de vírgenes, santos y milagros en nuestras rutinas culturales. La fuerza de ese hábito ha superado la "muerte de Dios" anunciada por Friederich Nietzsche en pleno romanticismo como el mayor drama de la historia, y también el nihilismo de aquellos que, como Jean-Paul Sartre, al tomarse muy en serio que Dios había muerto, colaboraron en afirmar su realidad y presencia invisible.
La sociedad industrial vio en Dios su mayor competidor: el "opio del pueblo" marxista le transformó, con la sociedad de consumo, en modelo y aliado. Ya que Dios existe en todas las mentes y corazones, descubramos su secreto, hagámoslo nuestro: el gran poder económico reinventó a Dios y todo lo que arrastra, como la religión, ese conjunto de creencias, ritos y normas que definen lo bueno y lo malo. De esto a que el misterio de Dios sea un producto comercial hay tan sólo un paso: es lo que ha descubierto nuestra más contemporánea sociedad posindustrial.
Dios vende... y mucho. Vende más cuando hay crisis y conflicto. Sobre todo porque cada uno -la idea de Dios reside en cada intimidad- lo interpreta a su manera, lo cual cumple con otro de los requisitos del "todo mercado": hay competencia por hacerse con la marca Dios. El Dios producto, Dios noticia, que vemos en los anuncios -a favor o en contra- de los autobuses urbanos no hace otra cosa que continuar una larguísima cadena en la que algunos hombres han intentado apropiarse del misterio al que llamamos Dios e imponer su idea a los demás.
La mercantilización de ese extraño testigo invisible de nuestra historia culmina una trayectoria en la que se ha vertido mucha sangre humana. Así que hay que admitir que la idea de Dios no deja indiferentes ni a los más agnósticos o escépticos.
¿Por qué se ha mantenido a lo largo de la historia esta idea de un ser excepcional al que llamamos Dios? Un artículo no puede dar respuesta a esta sencilla pero olvidada pregunta. Sí es posible, en cambio, constatar el hecho de que Dios siempre reaparece donde menos puede esperarse, incluso en la sociedad laica, para desespero de atávicos comecuras cuya obsesión sólo muestra ignorancia sobre la especie humana. Se precisa, al menos, otra constatación: el hombre tiene tendencia a encontrar dioses en lo más inverosímil.
G. K. Chesterton lo explicó con su habitual desparpajo: "Cuando no se cree en Dios, se cree en cualquier cosa". Así la sociedad laica, para horror de las religiones oficiales -que administran un Dios compacto-, traslada a sectas, iconos, marcas, dirigentes, teorías económicas y hasta equipos de fútbol toda suerte de equivalentes al poder, básicamente sobre el bien y el mal, que la divinidad genera en las conciencias. El ser humano, pese a sus logros, vive aún atenazado por el misterio de su propia existencia y la posibilidad de conjurar esa extrañeza se encarna de manera persistente en el intento de respuesta -que ni siquiera la ciencia ha podido arrinconar- a la que llamamos Dios.
No es raro, pues, que ciertos espabilados encuentren la manera de apropiarse de la respuesta al misterio humano más difícil de encontrar: es decir, de Dios mismo. Ahora se observa cómo la crisis económica pone en cuestión al Dios encarnado en la sociedad de consumo: cuando este nuevo Dios falla parece que todo se viene abajo y hasta se niega la capacidad humana de encontrar mejores respuestas -concretas- a su necesidad de supervivencia.
Que me perdonen los teólogos; ellos saben, aunque no siempre lo reconocen, que la idea de Dios es múltiple, misteriosa y se ha manifestado de formas bien distintas: Dios encarna la paradoja humana. Los individuos necesitan tanto de Él como de ellos mismos: Dios, y con él la religión, es la respuesta humana a lo inexplicable de la existencia y una forma de organizar la convivencia social. Quien desee ampliar la imprescindible noticia de que Dios es humano encontrará todavía en Las formas elementales de la vida religiosa (1912), del sociólogo Émile Durkheim, un libro de hace casi un siglo, una actualísima introducción a las noticias de Dios que hoy no deberían desconcertarnos.
Margarita Rivière es periodista y escritora.
Los anglosajones -Obama lo ha subrayado una vez más- se saludan con un "God bless you", que equivale al "Que Dios te bendiga", tan común en España hace no tantos años. Aquí aún utilizamos "¡Dios mío!" para mostrar asombro, espanto o lo que altera rutinas cotidianas. No es la única advocación a Dios y su entorno de vírgenes, santos y milagros en nuestras rutinas culturales. La fuerza de ese hábito ha superado la "muerte de Dios" anunciada por Friederich Nietzsche en pleno romanticismo como el mayor drama de la historia, y también el nihilismo de aquellos que, como Jean-Paul Sartre, al tomarse muy en serio que Dios había muerto, colaboraron en afirmar su realidad y presencia invisible.
La sociedad industrial vio en Dios su mayor competidor: el "opio del pueblo" marxista le transformó, con la sociedad de consumo, en modelo y aliado. Ya que Dios existe en todas las mentes y corazones, descubramos su secreto, hagámoslo nuestro: el gran poder económico reinventó a Dios y todo lo que arrastra, como la religión, ese conjunto de creencias, ritos y normas que definen lo bueno y lo malo. De esto a que el misterio de Dios sea un producto comercial hay tan sólo un paso: es lo que ha descubierto nuestra más contemporánea sociedad posindustrial.
Dios vende... y mucho. Vende más cuando hay crisis y conflicto. Sobre todo porque cada uno -la idea de Dios reside en cada intimidad- lo interpreta a su manera, lo cual cumple con otro de los requisitos del "todo mercado": hay competencia por hacerse con la marca Dios. El Dios producto, Dios noticia, que vemos en los anuncios -a favor o en contra- de los autobuses urbanos no hace otra cosa que continuar una larguísima cadena en la que algunos hombres han intentado apropiarse del misterio al que llamamos Dios e imponer su idea a los demás.
La mercantilización de ese extraño testigo invisible de nuestra historia culmina una trayectoria en la que se ha vertido mucha sangre humana. Así que hay que admitir que la idea de Dios no deja indiferentes ni a los más agnósticos o escépticos.
¿Por qué se ha mantenido a lo largo de la historia esta idea de un ser excepcional al que llamamos Dios? Un artículo no puede dar respuesta a esta sencilla pero olvidada pregunta. Sí es posible, en cambio, constatar el hecho de que Dios siempre reaparece donde menos puede esperarse, incluso en la sociedad laica, para desespero de atávicos comecuras cuya obsesión sólo muestra ignorancia sobre la especie humana. Se precisa, al menos, otra constatación: el hombre tiene tendencia a encontrar dioses en lo más inverosímil.
G. K. Chesterton lo explicó con su habitual desparpajo: "Cuando no se cree en Dios, se cree en cualquier cosa". Así la sociedad laica, para horror de las religiones oficiales -que administran un Dios compacto-, traslada a sectas, iconos, marcas, dirigentes, teorías económicas y hasta equipos de fútbol toda suerte de equivalentes al poder, básicamente sobre el bien y el mal, que la divinidad genera en las conciencias. El ser humano, pese a sus logros, vive aún atenazado por el misterio de su propia existencia y la posibilidad de conjurar esa extrañeza se encarna de manera persistente en el intento de respuesta -que ni siquiera la ciencia ha podido arrinconar- a la que llamamos Dios.
No es raro, pues, que ciertos espabilados encuentren la manera de apropiarse de la respuesta al misterio humano más difícil de encontrar: es decir, de Dios mismo. Ahora se observa cómo la crisis económica pone en cuestión al Dios encarnado en la sociedad de consumo: cuando este nuevo Dios falla parece que todo se viene abajo y hasta se niega la capacidad humana de encontrar mejores respuestas -concretas- a su necesidad de supervivencia.
Que me perdonen los teólogos; ellos saben, aunque no siempre lo reconocen, que la idea de Dios es múltiple, misteriosa y se ha manifestado de formas bien distintas: Dios encarna la paradoja humana. Los individuos necesitan tanto de Él como de ellos mismos: Dios, y con él la religión, es la respuesta humana a lo inexplicable de la existencia y una forma de organizar la convivencia social. Quien desee ampliar la imprescindible noticia de que Dios es humano encontrará todavía en Las formas elementales de la vida religiosa (1912), del sociólogo Émile Durkheim, un libro de hace casi un siglo, una actualísima introducción a las noticias de Dios que hoy no deberían desconcertarnos.
Margarita Rivière es periodista y escritora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario